
Al rescate de James Dewar: una elegía en cinco canciones
Manuel Duarte: al rescate de James Dewar
A la hora de componer, Robin Trower se veía asaltado por una ambivalencia, como si sus discos resultaran el fruto de mecer el ánimo en una hamaca mental. Tenía por carácter un costado explosivo que lo vestía de guitarrista rítmico, autor de riffs impetuosos que, apoyados en la distorsión y las cuerdas gruesas, embarraban de blues ese sonido que su instrumento emanó para valerle con ello nada menos que la comparación con Jimmy Hendrix.
Y al mismo tiempo, en el cuarto contiguo de su personalidad, y como sumido en una melancolía donde componer equivalía a practicar la hipnosis, yacía manso y no menos misterioso el Trower onírico., el guitarrista de los sueños y la textura de los sueños; el Trower propenso a las armonías de combustión lenta y atmósferas lo mismo íntimas que neblinosas, cuyo poder consistía en suspender la ley de la gravedad para dejar a sus oyentes en un estado de flotación a tal punto conmovedor que nadie querría volver a tocar el piso. Esa tendencia a la inestabilidad meteorológica, encerrando en un disco dos temperamentos que mutuamente se tachaban, lejos de taponar su estilo supo volverlo un armonioso animal bifronte, tan enfático y galopante como apacible, agraciadamente demorón.
James dewar, una nota de manuel duarte
Tras su paso por los comienzos de la banda Procol Harum, y luego lanzado a partir de los setenta a una carrera solista, Trower consolidó así una obra que acaso evoque la figura de los Ettin, esos gigantes de dos cabezas independientes entre sí, y que, según la mitología nórdica, necesitaban del acuerdo entre sendos cráneos para la correcta coordinación del cuerpo.
En sus tres primeros discos —Twice Removed from Yesterday (1973), Bridge of Sighs (1974), For Earth Below (1975)— esa coordinación alcanzó tal nivel de precisión que dejó al resto de su discografía caminando con cierto desvarío. Pero si concedemos que supo tener dos cabezas y lograr, en sus inicios, un acuerdo entre ellas, no equivalga esto a imaginar que tal convenio se firmara entre iguales: el de Trower, en efecto, fue un power trío, y consecuentes con el formato la gran mayoría de sus composiciones abrazaron un hard rock que hermanaba su música con la de sus contemporáneos británicos, bandas que iban desde Led Zeppelin y Ten Years After hasta Savoy Brown y Cream.
Y aunque aquella tuvo grandísimas ideas y dichosas ejecuciones, mi sensación —menos una hipótesis que una conjetura o pensamiento a medio formar— es que es en la otra cabeza, en la pequeñita, donde hay que buscar la magia, los cimientos si se quiere “espirituales” de la música de Trower; ese puñadito de canciones que sin embargo —y acá la clave— no tuvieron a Trower como protagonista sino a su cantante, el escocés James Dewar, poseedor de una de las más increíbles y al tiempo menos conocidas voces de la historia del rock.
James dewar, una nota de manuel duarte para espías rusos

Macerados sus oídos en la escucha de Ray Charles, Bobby Bland, Solomon Burke y Otis Redding, James Dewar pertenecía a la estirpe de cantantes con reglas autoimpuestas, en su caso: nunca cantar sin comprometer en ello el cuerpo entero. La suya fue una voz hojaldrada que emergía de las entrañas arrastrando consigo una especie de sollozo inmemorial, como un llanto primario, nunca impostado, que coloreaba su timbre de la tristeza gozosa y cargada de arena que conviene a los grandes cantantes de blues y de soul.
De allí que su sonido se sintiera la negación del aire puro: al haber hecho de la laringe un conducto de la emoción, a la voz de Dewar le cabe lo que Diego Fischerman opinara de la de Tom Waits: “una voz a la que le han sacado pedazos para que sea lo que es”. Y conforme uno la va oyendo se anoticia de estar frente a un hecho, es decir, algo que no sólo informa al oyente sino que lo modifica al revelarle lo inesperado.
una nota sobre james dewar
Con anterioridad supo llamar la atención formando parte de Stone the Crows, banda liderada por esa suerte de prima escocesa de Janis Joplin que es la increíble Maggie Bell, con quien grabó dos discos para luego distanciarse y sumarse, junto al baterista Reg Isidore, al trabajo en conjunto con Trower, momento donde el reflector de la historia de la música, injusta como toda historia respecto a algunos de sus artífices, tuvo a bien iluminarlo y al cabo de unos años perderlo de vista y cubrirlo de polvo (cierto es, también, que Dewar no la tenía fácil en los setenta, la edad de oro del rock británico, donde levantar una piedra equivalía a la alta probabilidad de dar con un clon de Freddie Mercury o Robert Plant).
Las dos cabezas de Trower
Volviendo a las dos cabezas de Trower: hay un segmento en su libro Poética del cine donde el director Raúl Ruiz invita a “tomar una película al azar y quitarle la historia que narra”, para que después “imaginemos que todos esos momentos de reposo cuentan otra historia, forman otro film, el que entra en juego con el film aparente, lo contradice y, además de especular sobre él, lo prolonga”.
Este mismo ejercicio aplicado a los tres discos arriba mencionados es el que arroja como resultado el costado susodicho: la cabecita del Trower de ensueños, responsable y autora —desde ya pudiendo discutir dónde hacer el corte— de cinco canciones que bien podrían pasar por banda sonora y oficial del sonambulismo o la melancolía, a saber: For earth Below, About to Begin, Bridge of Sighs, In this Place y Daydream. Si alguien que nunca escuchó a Dewar cantar me preguntara por dónde comenzar, sin duda le diría que vaya corriendo a por ese quinteto y lo escuche en ese preciso orden, cuya selección por supuesto no responde sino a mi propio capricho. Manuel Duarte: al rescate de james dewar.
Pero incluso a todo capricho se le encuentra un fundamento como archivo embebido. Una vez John Cassavetes dijo que para hacer una película es necesario crear una atmósfera en el rodaje, y luego que sea la propia atmósfera la que dirija la película.No tan distinto procedió Trower.
Una nota de manuel duarte
Esas cinco piezas, aún con sus matices, comparten una suerte de fórmula no escrita consistente en construir menos una “estructura” que un clima, un tono, si se quiere un ambiente rico en texturas, donde Trower se vale de poco para producir mucho: tempos lentos, nunca precipitados, que repercuten en cierta sensación de loop, de cinco o seis minutos que valen por una eternidad; armonías sencillas en acordes abiertos, usualmente acompañados de efectos de phaser y reverb que amplían y modulan el sonido generando profundidad espacial, levitación mental, y una suerte de ensimismamiento que hace a nuestros oídos dar la orden de cerrar los ojos y tantear por dentro la resonancias sensibles de lo que está sucediendo. Manuel Duarte: al rescate de james dewar.
Trower y Dewar
“Concibo que seamos climas —decía Pessoa— sobre los que gravitan amenazas de tormenta, realizadas en otro sitio”. He ahí el reparto de roles: si Trower oficia de nubes y Dewar de tormenta, el primero asume el estado gaseoso de la canción, diluyéndose para convertirse en escenario oscurecido por completo para que Dewar brille, o bien iluminado en demasía para que la voz destaque por única sombra.
No se me vienen a la mente situaciones análogas, donde acaso las mejores canciones en la carrera en solitario de un guitarrista sean aquellas en las que el propio autor se desvanezca, siendo que a lo ancho de la historia de los guitarristas de rock ha primado la concepción opuesta, preciosista hasta el hartazgo, donde el exhibicionismo de la destreza técnica devino metáfora longitudinal del miembro masculino, todo lo cual supuso que cuanto más rápido un hombre pueda tocar la guitarra, mayor demostración ante el público de la buena salud de su virilidad. Por el contrario, y acaso como Marianne Moore sentenciara de la poesía de Wallace Stevens, esas canciones de Trower se adivinan “la refutación consumada de que la vida debe ser frenética”. Manuel Duarte: al rescate de james dewar.
Comentarios finales
Si bien antónimos del frenesí, el quinteto de canciones crea un clima pero reniega del climax. Dewar fija un objetivo y avanza sin rodeos hacia adelante, llegando a la emoción casi a fuerza de insistencia y acumulación., donde las repeticiones ligeramente matizadas de sus líneas se prestan a la metáfora marina, en definitiva lo que toda música anhela representar: el movimiento hipnótico, continuo y variado del oleaje.
Por el rango y su timbre crocante así como por su fraseo abundante en bendings propios del blues, no faltó quien compare a Dewar con la voz de Paul Rodgers, quien fuera líder y cantante de Free, Bad Company y uno de los tantos reemplazos de Freddie Mercury en Queen tras el paso de este a la inmortalidad. Pero algo que diferencia a Dewar no solo de Rodgers sino de otros cantantes de blues y de soul (pienso en Aretha Franklin, Otis Redding o B.B King) acaso sea la mesura de su estilo, cierto autocontrol de los momentos en que conviene atacar el sonido con el énfasis de los carraspeos.
La música de Dewar
A Dewar nunca se lo encuentra arrastrado hacia el desborde, como si antes de cantar todos sus recursos técnicos hubiesen hecho un coloquio y decidido cortésmente salir a escena el tiempo justo, sin engolosinarse ni nunca chocarse entre sí. De allí otra diferencia no menor entre Dewar y las voces del rock de su época: a aquel no le interesa ampliar el espacio entre las notas como sí reducirlo al mínimo posible; no entrecorta ni interrumpe sus líneas, las estira a tal punto que entre una palabra y otra Dewar casi que se priva de respirar.
El suyo es un estilo que pondera la continuidad por sobre la pausa, y su voz, arenosa y pristina a la vez, tanto más fuerte se hace cuanto mayor tiempo se la pasa sostenida en una nota cuya caída posterga, tambaleándose en los diptongos para hacerle pequeñas lomas de burros al sonido y asentándose luego en las notas bajas para relucir un vibrato que no puede sino dar escalofríos (hasta la aparición de Dewar, quizás nunca una consonante se la pasó tan bien vibrando adentro de una mandíbula).
En sus extremos, cuando alcanza las notas altas o desciende a sus registros más bajos, su voz adquiere una efervescencia híbrida, como una canción de cuna que quema y cuyo ritmo se adivina una “prolongación del momento sagrado de la contemplación, en el que estamos despiertos y dormidos al mismo tiempo, acunándonos en una monotonía o éxtasis impar” (Yeats).
Síntesis
Y si entre cantantes de soul forzáramos una distinción entre aquellos poseedores de un “vibrato de la dicha” y otros de un “vibrato de la angustia”, donde en la primera categoría anotáramos, a Stevie Wonder (que además de ladear la cabeza siempre cantaba sonriendo) y en la segunda a Nina Simone (que sometía a las notas a un temblor con la espesura propia de un desconsuelo) Dewar se enlistaría sentimentalmente bien pegadito a Simone, de suerte que este ensayo de pronto se encontró practicando una especie de ¿elogio? de la música triste no tan distante del que sintetizara Thom Yorke, precisamente en una época, la nuestra, donde la felicidad, promesa abstracta y meritocrática del neoliberalismo, ha adquirido el rango de mandato y a la sazón de imperativo alienante que disciplina nuestras conductas, despolitiza nuestro malestar y deshistoriza nuestra cultura.
Conclusiones de Manuel Duarte: al rescate de James Dewar
En su libro Las implacables, la filósofa Deborah Nelson retoma a Simon Weil cuando sentencia que “la belleza solicita al espectador en nombre del mundo, pero no exige ser reconocida como sí lo exige el sufrimiento”. Por eso mismo es el sufrimiento quien “pone a prueba la capacidad de reconocer y, en última instancia, amar la realidad, porque “la única forma que tenemos de saber que las cosas son reales es porque son bellas o porque hieren. Y esa herida es la única manera que tenemos (…) de estar de acuerdo con el universo.” Pero todo esto, aunque muy cierto, se me hace un tantito masoquista, y quizás la cosa no sea para tanto, porque escuchando a Dewar yo en verdad me la paso bárbaro. Es decir, maravillosamente acongojado.
Para conocer más sobre Manuel Duarte:
Nació en Buenos Aires en 1993. Es sociólogo por la UBA. Publicó, en poesía, “Cómo se inventó el cuerpo de manuel” (Salta el Pez Ediciones, 2021), “No caballo entre caballo” (Mágicas Naranjas, 2022) y “Puntualmente las orejas” (Kintsugui Editora, 2023).
Para escuchar James Dewar
Fe de ¿erratas?: por una cuestión de formatos (y no de formas), Espías Rusos se vio en la necesidad de recortar los párrafos originales. El pedido de disculpas se extiende tanto al autor, el agente Manuel Duarte, como a los lectores, seguidores fanáticos de los archivos más secretos de occidente.
Poesía, cine y actualidad.