
Cuento de Sabrina Sandoval
Convocatoria Sub – 30
Antes de adentrarnos en la narrativa de Sabrina Sandoval, es menester recordar que esta es una clásica entrada en la que hacemos un recorrido por las obras seleccionadas en la Convocatoria de Espías Rusos para autores menores de treinta años, como es el caso del autor sobre el cual conoceremos algunos detalles a continuación.
Sabrina Sandoval es una escritora que se mueve de forma incógnita. Casi no tenemos información dura sobre ella. Sin embargo, sabemos algunas cuestiones muy profundas. Nos cuenta, en su biografía, que tiene una fuerte tendencia a perderse. Tal vez, por eso, nos envía una foto en una estación de trenes. En su presentación, dice: Pienso desde la carencia, desde lo que me falta. Me cuesta tener certezas; mi mundo imaginario tiembla y es resbaloso. Colecciono escenas como piedras preciosas: las guardo, las miro, las dejo hacer su trabajo lento. A veces, un cuento sale de ahí.
Cuento: El florero de cristal
Las nenas siempre subían y bajaban las escaleras descalzas. Era un gesto travieso, pero que irritaba enormemente a la madre, quien lo consideraba un castigo hecho a su medida. Se pasó años preguntándole a —vaya a saber una qué deidad—: “¿Por qué me hacés esto?”. Finalmente, terminó haciendo lo que le enseñaron a hacer con lo que se hereda: aceptarlo. Y resolvió alfombrar cada centímetro de suelo que rodeara a sus retoñitos, como buscando suavizar no sólo el piso, sino también el destino. Cubrió el sillón de tapicería crema con unos lujosos tejidos afganos que, de hecho, le daban un carácter de salón con pretensiones de boutique a la habitación.
Sabrina Sandoval Narrativa
Cuando él estaba en la casa, Nina bajaba las escaleras más despacio. Lo sabía antes de verlo porque, cuando de carreras se trata, la nariz siempre le gana al ojo. La vista es, quizá, el menos precavido de los sentidos. Olor a cigarrillos, a grasa de motor, a la transpiración que estaba impregnada en sus mangas aun después de tantos lavados: se entremezclaban para componer la esencia de Raúl.
Un cuento Sabrina Sandoval
Raúl no era su padre, pero estaba más en la casa que cualquiera y dormía en el cuarto del fondo desde hacía meses. Nunca le explicaron nada. Tampoco preguntó. Su madre lo llamaba por el apellido y lo trataba de usted, como si se tratara de la visita de un coronel del ejército o algún alto rango que, por convención o por miedo, debía respetarse.
—¿Cómo le va, Ortiz? —le decía—. ¿Lo ayudo con esto?
Cuando llegaban las doce, ella cerraba los ojos y pretendía dormir, mientras oía sus pasos abajo, el tintineo de las copas con Hennessy y conversaciones sobre el estado de la política que no entendía del todo.
narrativa argentina
Él le había regalado un cofre con cerradura y, desde entonces, le dejaba monedas en el borde de la pileta. Nunca supo si era una propina o un gesto amable. Pero ella las guardaba en una caja aparte, sin tocarlas.
Una tarde, él le pidió que le alcanzara el florero que estaba en lo alto del aparador, juntando polvo. No preguntó para qué. No sabía desde cuándo estaba ahí. Subió a una silla y lo bajó con cuidado, mientras él la miraba desde abajo y, con sus dientes llenos de sarro, esbozaba una sonrisa.
—Sos una nena muy alta —dijo, llevando su mirada a sus piernas.
Narrativa contemporánea
Ella no respondió. No sabía si eso era un elogio, una advertencia o una amenaza. Cuando tuvo el recipiente en sus manos, Raúl sacó unos pesos que se guardó en el bolsillo trasero del pantalón.
—Para comprar repuestos —y le guiñó un ojo.
No volvieron a hablar del episodio.
Descubrió que era capaz de predecir su llegada a través de indicios y comenzó a prestarle particular atención a los movimientos de su sombra. Sabía que, cada vez que él cruzaba el pasillo, aquella reflexión sería como su alarma de incendios. Pero esta, lo que indicaba, era que debía esconderse. Generalmente, la sombra la tocaba mucho antes que él.
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Una noche lo soñó. Estaban en el jardín, y él le decía que tenía que mostrarle algo. Le abría la boca como si fuera un estuche, y adentro tenía una llave chiquita, brillante. Ella se la tragaba sin querer. Esa mañana, despertó con la lengua dormida.
Estaba tan absorta que se había vuelto un peligro. Días después, volviendo del colegio, derrapó con la bici en una zanja. Volvió a la casa con los muslos manchados de barro y sangre, como si fuera una prenda mal teñida. Abrió la puerta del baño sin notar que ya estaba ocupado. Él estaba ahí, lavándose las manos. La miró con atención.
—¿Dónde te caíste? —y le acercó una toalla.
Eligió no responderle. Él la miraba raro, pero no como sus compañeros del colegio cuando quieren pedirle algo prestado. Raro, como si supiera algo que ella no era ni capaz de imaginar. Después, se fue a su cuarto y se limpió con una remera vieja que escondió en el último cajón, abajo de la ropa de playa.
El florero se rompió un domingo por la tarde. No había nadie cerca para verlo. Nadie que lo tocara. Nadie a quien culpar. Se destrozó sobre el piso encerado y dejó micro-fragmentos tan diminutos que jamás pudieron ser erradicados en su totalidad. Ella siguió caminando descalza y, cada tanto, un pequeño recuerdo le visitaba las plantas de los pies.
Para conocer más sobre la autora:
Nací con una tendencia a perderme y un interés por las cosas que no encajan del todo. Escribo para intentar tocar lo que no se deja nombrar. Soy muchas cosas al mismo tiempo y nunca es suficiente. Siempre tengo hambre. Siempre busco. No sé decidir, doy vueltas, braceo mucho. Hacer esfuerzos en vano es mi deporte olímpico. Pienso desde la carencia, desde lo que me falta. Me cuesta tener certezas; mi mundo imaginario tiembla y es resbaloso. Colecciono escenas como piedras preciosas: las guardo, las miro, las dejo hacer su trabajo lento. A veces, un cuento sale de ahí.
Poesía, cine y actualidad.