Cuento de María Barrientos

Cuento de María Barrientos

Paris – cuento inédito de María Barrientos

Fuera de París yo no conocía ni por nombre otra ciudad de Francia: ni Burdeos ni Cannes ni Toulouse. Era mil novecientos cuarenta en Buenos Aires. Las muchachas nos vestíamos con vestidos elegantes. Mi única distracción además de ayudarla a mi madre en las tareas de la casa era ir al cine. Siempre tuve una personalidad soñadora y nada mejor que ver esas escenas de amor. Ver películas se había convertido en una adicción. Era un recreo a mis pensamientos, eran horas en las que no existían los problemas, ni las penas propias. Mi realidad me preocupaba y no sabía cómo cambiarla. Había llegado a los veintiocho años sin marido, eso era un drama para cualquier chica de la época. Sentía que había algo malo en mí, pero no podía darme cuenta de cuál era el obstáculo. Era una preocupación para mi familia, lo que seguía era seguir viviendo como una solterona. De no casarme tenía la alternativa de mudarme con mi hermana mayor casada y con cuatro hijos para ayudarla con la casa, para mí eso era como vivir una vida prestada. Para no pensar en estas cosas todo el tiempo, estaban las películas. Era un remedio que duraba poco porque cuando salía del cine en un estado de ensoñación que tenía que dejar de lado cuando en casa me decían que tenía que conseguir un marido. No era posible que mis primas, todas ella feas, se habían casado y yo no podía conseguir un pretendiente. Además del cine me hacía mi propia ropa. Salía a la calle y parecía una modelo, siempre con París en mi cartera.

inédito de María Barrientos

Hasta que un buen día pensé que tenía que dejar de ir al cine y de hacerme la ropa. Había estado perdiendo el tiempo. Mis primas se compraban sus vestido en las grandes tiendas y todo el tiempo lo empleaban en buscar marido. De pronto desperté: el amor del cine era una cosa y el matrimonio, otra.

Empecé a quedarme con mi mejor ropa en la puerta de casa, simulando arreglar unas plantas muy lindas que teníamos en el balcón.

Un día en la puerta de la casa de al lado, mi vecino y un hombre que yo no conocía me  saludaron con una inclinación de cabeza. Mi vecino era casado, pero el otro era un desconocido para mí. Hablaron algo en voz baja, y el desconocido alzó la voz y dijo el barrio es más lindo de lo que pensaba, mientras me miraba sin disimulo. Yo respondí con una leve sonrisa.

Narrativa argentina

Al día siguiente salí a la misma hora y el hombre se acercó a mí, muy amistoso y me dijo creí que los ángeles estaban en el cielo. Me sonrojé, pero le agradecí el piropo. Luego se presentó, me dijo que se llamaba Manuel y que era nuevo en el barrio, era primo de mi vecino. Seguimos hablando, me contó que era viudo y que tenía un hijo de cuatro años. Eso me enterneció.

Me pareció muy amable, no era buen mozo como los de las películas; pero el piropo me gustó. Le miré las manos y vi que eran las de un hombre trabajador. Varias cosas me alentaron, era primo de vecino al que conocía desde niña, yo le gustaba porque pude ver el brillo de sus ojos y lo más importante, tenía trabajo. Eso me había dicho mi madre, que como yo ya tenía veintiocho años no podía elegir mucho, pero que por lo menos tuviera un trabajo.

El finado fue a visitar a mis padres con una sonrisa encantadora y un ramo de flores para mi madre. Estaban felices como si se hubiesen sacado la lotería.

Un cuento de María Barrientos

Después vinieron los preparativos de la boda, mi madre se apuraba con todo, el vestido, los invitados y todo eso. Parecía que hubiese tenido miedo de que Joaquín se arrepintiera. La fiesta se hizo en casa ya que era grande con un patio acorde. Los invitados fueron pocos. Mi casamiento tuvo menos brillo que el de mis primas.

No quiero contar lo de la famosa noche de bodas, porque no tuvo nada que ver con las películas que había visto. Esto era el matrimonio y no el amor.

Manuel cambió totalmente, nunca más me dijo un piropo y el brillo de sus ojos desapareció.  La única verdad es la realidad, dijo quien ya sabemos: lo que necesitaba era una mujer en la casa, porque era viudo y tenía un hijo chico. Eso era todo.  Tuve la primera desilusión cuando me dijo que yo debía dormir a los pies de la cama. No me animé a preguntarle a nadie si las cosas eran así. A los dos años de casados me dejó dormir al lado suyo. Lo que me dio felicidad fue ser madre y al hijo de Manuel lo cuidé con el mismo amor. Mi vida fue como la de cualquiera, mitad espinas, mitad rosas, a veces más espinas. Entendí que el matrimonio era una cueva donde comer, defecar, dormir y tener a la cría; pero el amor no podía ser eso. “El amor es un caballo y un burro el que lo sigue”, decía mi abuela.

Cuento inédito

Manuel supo enfermarse un día de unos vómitos y unas diarreas que no había nada que los curase. Llamé al doctor de la familia, pero como era enero estaba de vacaciones en Tandil. Desesperada le pregunté a mi vecina y me dijo que a diez cuadras de nuestra casa había otro médico, uno que recién se había mudado al barrio. “Es un churro” me dijo pero yo no me fijaba en esas cosas y además estaba asustada por la enfermedad del finado. Dejé a los chicos con mi cuñada y fui a buscarlo. Toqué el timbre y salió a recibirme. Me parece que hablé muy rápido como me pasa cuando me pongo nerviosa. Le dije todos los síntomas de corrido y que me disculpara la hora, agregué. Yo había ido así nomás y no me fijé si era churro o no. Supongo que la corrida me había dado color a esta cara pálida que tengo, y los ojos los tenía en su lugar y eran verdes. Además lo que siempre hacía aunque fuera para ir a buscar a un médico en una urgencia era pintarme los labios con un rojo de Artes Westerley que se llamaba París. Ese rouge era caro, para poder comprarlo me guardaba los vueltos. Lo que tenía Manuel era flor de empacho de todo lo que había comido en la fábrica. Nos quedamos con el doctor, que enseguida me dijo que lo llamara Joaquín, a charlar bajito en el comedor. Empecé a mirarlo con más detenimiento. Sus manos eran delicadas, me imaginé que sabría acariciar, su pelo era brillante, sedoso y sus ojos tenían ese brillo que me hacía sentir linda.

Yo era tan tonta que pensaba que él se quedaba de educado nomás. Al día siguiente también pasó por casa, Manuel ya estaba en el trabajo y se sentía bien. Esa primera vez no lo  invité para que se quedara a tomar algo, hablamos en la puerta de la casa. Por suerte (Dios me perdone) los chicos también se enfermaban, de sarampión, varicela, esas cosas. Un día Juan se tragó un tornillo, era bravo Juan. Ahora nos reímos cuando nos acordamos. En todas las reuniones lo cuento. Joaquín venía todos los días y tomábamos un té. Me contó que no era casado y que estaba dedicado a su profesión, su familia eran sus pacientes, si no tenían plata para pagarle les aceptaba una gallina.

Era imposible no compararlo con el finado y con sus comentarios despectivos sobre los pobres. Yo cambié mucho, hasta mi suegra que era un harpía tuvo que reconocer que estaba muy linda.

Joaquín un día fue a verme y me dijo que se iba a trabajar al interior, que nunca me iba a olvidar, pero no me propuso nada más. ¿Qué podíamos hacer? Yo no hubiese dejado tres hijos, no porque fuera más buena que otras, sólo que no lo pude hacer. Lentamente nos fuimos acercando y él me apretó fuerte contra su pecho, acaricié su pelo, sus manos, nos dimos un beso de despedida, largo y apasionado. Fue una mezcla de pasión y tristeza. Así supe que eso era el amor. A veces me preguntan cómo estuve cuarenta años casada. Sonrío y pienso que guardando ese secreto. Todavía me compro el color del lápiz labial que usaba, es bien rojo. Me dicen mis nietas que ya no se usa; pero a mí qué me importa. Ahora ya no se llama París.

Para conocer más sobre María Barrientos:

Poesía, cine y actualidad.

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