
Cuento de Gabriela Mayer
Breves comentarios sobre su vida y obra
Antes de compartirles el Cuento de Gabriela Mayer, vamos a recorrer brevemente algunos aspectos de su biografía que resultan interesante para pensar su obra. En primera instancia, debemos mencionar que nació en Buenos Aires en 1971 y que, además de ser escritora, es periodista cultural. En ese sentido, debemos contar también que es graduada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Buenos Aires.
Gabriela Mayer, en entrevista para el medio digital POLVO, expresa en relación con su vida y familia: Toda mi familia era judía y sí, se escaparon de Alemania durante el nazismo. Mi mamá viajó con sus padres primero a Potosí, Bolivia, y mi papá emigró con su familia a Tandil. Mi abuelo fue empleado administrativo en una mina en Potosí. Mi otro abuelo trabajó en un molino de Tandil. Y después las dos familias se vinieron a Buenos Aires, donde la comunidad judía era muy importante.
Método Gabriela Mayer
En una entrevista que le hiciera Mónica López Ocon para el diario Tiempo Argentino, nuestra autora expresa sobre su proceso creativo inicial: Por lo general (mis cuentos), nacen de un disparador, de una idea fuerza. Puede ser una frase escuchada al pasar, una situación que me llamó la atención en la calle, un recuerdo borroso de infancia que de golpe vuelve. Pero solamente escribo a partir de ese disparador si queda dando vueltas por un tiempo en mi cabeza.
Por otro lado, en la misma entrevista, expresa: En general, no me siento a escribir sintiendo que algo me quema los dedos. Como te decía antes, soy más bien de tomarme un tiempo para dejar madurar y decantar la idea. El ejemplo más extremo de esto fue “La terraza”, porque hasta que logré sentarme a escribir este cuento pasaron décadas. Hacía muchísimo que tenía la idea central: la muerte de mi mamá cuando yo era chica.
Cuento de Gabriela Mayer
Los pelirrojos
Mi hermano Hernán es pelirrojo como yo. Y muy alto. Más al lado mío, que soy bajita. Cuando está de pie, su cabeza llega casi al cielorraso. Para pasar a través de los dinteles de las puertas, no le queda más opción que agacharse. Así que va ca- minando despacio, con cuidado, como si pisara algodones.
Todavía no logramos adaptar el dos ambientes a unas cua- dras de Santa Fe y Pueyrredón a su estatura. Aunque tal vez tampoco podamos hacerlo, porque el departamento no es nuestro: lo alquilamos.
No hay duda de que mi hermano realmente me quiere. Me lo demostró a su manera, una vez que nos mudamos: decidió dor- mir, acomodándose como puede, en el sofá que ocupa buena parte del living.
—Adriana, quedate vos la pieza —dijo ni bien entramos al departamento. Y me la quedé.
*** Cuento de Gabriela Mayer
Nacimos en Chivilcoy. Pero, desde nuestra partida, no qui- simos volver. Es posible que aún no estemos preparados. Con suerte, iremos para fin de año. Allá nos dicen los pelirrojos. O los irlandeses. O los hijos de la Modista.
Hernán tiene el mismo carácter de papá: tranquilo, dócil.
Y de él heredamos los dos el color de pelo.
No me acuerdo bien cuándo empezó el tema de las caídas de los objetos. Creo que fue por el inicio de nuestra adolescen- cia. Apenas Hernán entraba a una habitación, algo siempre se caía. No es que él lo tirara, no. Y además la casa de Chivilcoy
es amplia, de techos altos. Ahí podía circular a sus anchas, sin agacharse.
Es así como lo cuento: si él pasaba por el living, donde mamá cosía, rodaban los hilos o se caían las tijeras y la cinta métrica de la mesa. Nunca entendimos bien por qué ella –en- tre nosotros la llamamos la Modista– cosía en esa habitación en el medio de la casa. Más porque había dos cuartos vacíos. Pero ella prefería instalarse ahí. Con su antigua máquina Sin- ger, reina suprema e indiscutible del living. La Singer estaba empotrada en una mesita de madera, con varios cajoncitos a los costados. A unos pocos pasos, los elementos de costura se repartían por la mesa del living.
La Modista se pasaba horas trabajando, entre una mesa y la otra. A veces, cuando se ponía nerviosa, hablaba con la Singer. Hernán también la había escuchado. Era un murmullo rítmico, similar a los golpeteos de la máquina de coser. Jamás llegamos a entender qué le decía. Y, cada mañana, al empezar a trabajar, deslizaba sus dedos por el metal, acariciando la máquina.
Unos meses antes de morir, papá le sugirió tímidamente que mudara sus cosas del living. Bien podía trasladarlas a al- guno de los cuartos que no se usaban, para que el ambiente principal de la casa estuviera más ordenado. La Modista ni se detuvo a escucharlo, consciente de que era ella quien ejercía la autoridad. Ya fuera sentada a la Singer, a la mesa del living o revolviendo una olla en la cocina. Y, probablemente, en el dor- mitorio también.
Cuento ***
La Modista intentó enseñarme su oficio, aunque yo lo de- testaba.
—Adriana, tenés que aprender algo de mí, esto te va a ser- vir —me perseguía para que me sentara al lado de ella. Y yo me escapaba.
Hernán sí quiso que le enseñara. Pero ella lo descartó en- seguida.
—No es un oficio para hombres este. ¿O no viste que la palabra modista es femenina? —clausuró cualquier diálogo.
Estuve a punto de decirle que en el noticiero hablaban de “los modistos”, aunque logré contenerme.
En el último tiempo, lo peor era la hora de la cena, la única comida que compartíamos los tres. La Modista vivía alterada. Decía que todo era culpa de papá, que había sido muy permi- sivo con nosotros. O que Hernán lo hacía a propósito, para molestarla. Estaba harta de juntar cosas del piso. Y eso que siempre nos obligaba a colaborar.
Mi hermano bajaba la vista y seguía comiendo, sin que le im- portaran los ruidos de los objetos al rebotar contra el parquet. Era solo cuestión de aferrar bien fuerte el plato, los cubiertos, y terminar lo más rápido posible. Ella aprovechaba cada caída para seguir armando escándalos.
Gabriela mayer ***
Unas semanas antes de nuestra partida, mamá decidió de- jar su oficio y arreglarse con la pensión y el seguro de vida de papá. Seguramente influyó que, hacía tiempo, había perdido la visión del ojo izquierdo. Y le costaba mucho coser.
Se despidió de su máquina deslizándola en su bandeja re- batible hacia abajo, casi como si un ataúd descendiera a su se- pultura definitiva. Una ceremonia íntima, que solo pudimos ver de lejos, a escondidas. La Singer tuvo que aceptar volverse una mesita antigua, intrascendente. Ya no era la reina su- prema e indiscutible del living.
Un cuento de Mayer ***
Nos vinimos a Buenos Aires apenas cumplí los 18, o sea la mayoría de edad. Hernán, que tiene dos años más que yo, no conseguía trabajo en Chivilcoy. Del puesto de cajero en el bar lo despidieron muy rápido, porque todos los tickets termina- ban por el suelo. Y las monedas y los billetes, también.
No me costó convencerlo. Le dije que en la ciudad seguro habría más oportunidades. Él tampoco se sentía a gusto en Chi- vilcoy. Era clarísimo que mamá no nos quería. Ni a él, ni a mí. Estábamos hartos de ser los pelirrojos, los irlandeses, los hijos de la Modista. Y de vivir en boca de todos. “Los hijos de la Modista se volvieron raros”. “Cuando el padre falleció, todo se fue al tacho con los irlandeses”. “La Modista es extraña,
pero los pelirrojos más”.
Desde que comenzó el asunto de las caídas, y más todavía desde que murió papá, salíamos poco de casa. Hernán, casi nunca. Vivíamos prácticamente recluidos; pisar la calle nos generaba mucho estrés.
Pelirrojos Gabriela Mayer ***
Recién la noche prevista para la partida se me dio por entrar al garaje. Descolgué la llave de su escondite tras el calendario Pirelli y arranqué el Fiat Europa. La Modista jamás había apren- dido a manejar, así que el tío Jorge encendía el coche durante sus visitas mensuales. Y muy cada tanto lo llevaba al mecánico. Na- die en el pueblo sabía para qué conservábamos un auto que jamás usábamos. Nosotros, tampoco.
—¿De verdad te animás a manejar hasta Buenos Aires? —pre- guntó Hernán, levantando sus cejas gruesas.
—Nunca salí a la ruta, pero ¿por qué no me iba a animar?
—le respondí.
Papá me había sacado un par de veces a andar por los te- rrenos del autoclub de Chivilcoy. Sabía pasar los cambios. Me las arreglaba bastante bien.
Esa medianoche le dejamos una carta de despedida a la Modista sobre la mesa del living. Sin los materiales de cos- tura, el papel se destacaba en el centro de la tabla de madera. Hernán dio una última vuelta por la casa. Yo no.
Escuché objetos que caían. Daba igual. La Modista, bajo los efectos del Valium, no iba a despertarse. A último mo- mento mi hermano se apareció con la Singer entre sus brazos enormes.
—Hernán, ¿qué hacés? —pregunté yo.
—Total, ella ya no la va a usar. Quien te dice, en Buenos Aires aprendo —respondió.
—Dale, cargala y vamos —lo apuré—. O allá la vendemos.
Con esfuerzo, metió el armatoste en el baúl. Igual, sobraba lugar. Nos llevamos apenas un bolso de ropa cada uno.
Hernán abrió el portón, que largó un chirrido largo, de despedida. No me fijé si cerró el garaje, pero daba igual. Saqué el auto marcha atrás y él se subió despacio. Acomodó sus 100 kilos, como pudo, en la butaca de cuero gris.
Por las calles de Chivilcoy solamente andaban los perros vagabundos. Dos o tres nos siguieron, ladrando a los neumá- ticos. Llené el tanque con la nafta más barata en la YPF del acceso. Nos atendió Aldo, un ex compañero de colegio. Le dije que nos íbamos a visitar a unos primos a Chacabuco. Pagué con la plata que le había sacado a la Modista del necessaire de ribetes dorados.
Al fin partimos, en medio de la noche cerrada. Casi no ha- bía tránsito.
Gabriela *** Mayer
—¿Lo viste? —le pregunté a Hernán cuando salimos a la ruta 5.
—¿Qué cosa? —se me quedó mirando.
—El pájaro. El pájaro muerto, aplastado, delante del coche.
—No, no lo vi —contestó él. Y se acurrucó para dormir.
—Veo más. Hay más —saqué mi mano de la palanca de cambios, lo sacudí del brazo para despertarlo.
—¿Qué cosa? —preguntó después de un bostezo.
—Los pájaros muertos delante del coche. Estampados contra el asfalto, ¿es que no lo ves?
—No veo ninguno —me dijo él, mientras caían unas bol- sas del asiento trasero.
—Pero si los voy pisando, así, muertos, con el auto —me desesperé.
—Adriana —me dijo—. Si viera un pájaro, te lo diría. No veo ninguno.
Muertos, con las alas abiertas. No pude parar de verlos du- rante todo el camino. Tal vez eran caranchos. Desde ese mo- mento, los conté. Cuarenta y cinco pájaros grises, doce negros y tres blancos. Aunque me angustiara, también me ayudaba a pa- sar el tiempo, porque Hernán no es buen copiloto. Durmió casi todo el viaje, desparramado más allá de su asiento.
cuento y libro ***
Ni bien entramos a la ciudad por la autopista, los pájaros desaparecieron. Hernán roncaba. Esa noche estacioné el Fiat Europa celeste por Uriburu, pero después vi que no estaba permitido.
Al bajar, revisé. Efectivamente no había huellas de pájaros en el capó, ni bajo las ruedas. Cargamos cada uno su bolso y nos fuimos a un hotelucho de por ahí. Era tarde, el trámite
para que nos dieran la habitación con dos camas separadas fue rápido. Hernán se quedó lo más quieto posible. Mientras yo completaba el formulario, solo se cayó una birome.
Final de cuento ***
La Modista nos llamó por teléfono al par de días. No es- taba enojada, ni triste. Más bien se la escuchaba aliviada. No mencionó la Singer ni el necessaire. Incluso se ofreció a pasar- nos una mensualidad y la aceptamos con gusto. Tal vez quería asegurarse de que no volviéramos. Alquilamos este departa- mento y a los pocos meses entré al call center de Cablevisión.
Hernán se encarga como puede de la limpieza, las compras y la cocina. Prefiero que vaya solo al supermercado chino de la vuelta. No me gusta ver caerse a su paso los detergentes, los paquetes de fideos, las galletitas. Sobre todo, evita acer- carse a la zona de bazar, donde está la vajilla.
A la noche llego cansada de trabajar y él suele tener la comida lista. Cuando nos sentamos a la mesa, sabemos que hay que estar muy atentos. Por suerte no somos supersticio- sos, porque la sal pasa más tiempo en el suelo que en cualquier otro lado. El pan rueda hasta el piso apenas Hernán se ubica en las sillas de melamina naranja. Las botellas tienen que ser de plástico y estar siempre tapadas.
—¿Y si comemos en el piso? —le propuse anoche, que no podía más del cansancio.
—Está bien —me respondió.
Bajamos el mantel, los platos de ravioles con tuco, y nos ubicamos sobre la alfombra. Sentí pena por mi hermano. Sus días transcurrían entre jugar videojuegos, cocinar y esperar mi llegada. La idea de Hernán había sido aprender a coser y trabajar con la máquina, pero por más que trataba, no podía
siquiera enhebrar el hilo en la bobina. La Modista, con un ojo menos, era infinitamente más habilidosa que él.
—¿Cómo te fue hoy? —preguntó, atento.
—Más o menos, no pude vender ningún canal premium, así que no gané ni media comisión.
Se quedó masticando en silencio.
—Llamó la Modista —dijo al rato—. Que vayamos el fin de semana, para Año Nuevo.
—Qué pocas ganas —le respondí—. Bueno, lo vemos. ¿Y vos qué hiciste hoy?
—Jugué al FIFA —se rascó la cabeza.
—¿Ganaste?
—No, perdí. Hablé con el vecino de enfrente cuando salí a sacar la basura. Adoptó otro perro, medio feo. Después fui a la casa de pastas de la vuelta. Compré estos caseritos. Aunque no me gustan tanto como los de ricota.
La cena en el suelo resultó muchísimo más relajada. Al in- corporarme, tropecé con una de las patas de la Singer.
—¿Sabés qué, Hernán? Ya no quiero ver más nada de Chi- vilcoy en este departamento.
Él, como siempre, me hizo caso. Cargó la Singer como pudo, transpirando. Hasta el final del pasillo del sexto piso. Y la má- quina pasó a ocupar el habitáculo destinado a los residuos. Qué diría la Modista de ver a su Singer ahí, entre la basura.
Esta mañana revisé y el portero, o vaya a saber quién, se la había llevado. Apenas abrí la puerta del departamento, me pareció que por las ventanas entraba más luz. O quizás rebo- taba con mayor intensidad en las paredes blancas.
Serví el café, lo tomamos sentados a la mesa. Nos ubicamos con el cuidado habitual. Pero la quietud alcanzó tazas, platos con
tostadas, servilletas, cubiertos y mermeladas. Fue un desayuno apacible.
Al rato salí a trabajar. El supervisor faltó, así que logré escaparme un poco antes de que finalizara el turno, también porque es viernes y estamos entre las fiestas. El colectivo vino rápido. A las cinco me bajé en Santa Fe y Pueyrredón y com- pré una docena de facturas en un Delicity.
– ***
Hernán acaba de volver del chino. Tiene una alegría como pocas veces. Su andar es más ligero, menos torpe. Compró dos tazas azules de vidrio, una para cada uno. Para que las estre- nemos ahora, en la merienda.
Mientras mojo la medialuna en el café con leche, le digo:
—Vayámonos mañana en el coche a Chivilcoy. Nos que- damos una noche y el domingo última hora volvemos.
Él accede. Después lava las dos tazas y acomoda la cocina.
Gabriela mAYER ***
Salimos muy temprano, ni bien amanece. Un bolsito para los dos.
No hay casi tránsito. Apenas subimos a la autopista, Her- nán prende el estéreo. Solo logra sintonizar el programa de un predicador.
Al rato, pregunta:
—¿Ya no ves los pájaros muertos? Niego con la cabeza.
Tomamos la ruta 5. Le pido que apague la radio.
Al costado del camino, una bandada de caranchos levanta vuelo.
Y se esfuma en el cielo anaranjado.
Para conocer más sobre la autora:
Gabriela Mayer (Buenos Aires, 1971) es escritora y periodista cultural y le resulta inimaginable una vida sin escribir. Se graduó en Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires (UBA).
Recibió varios premios y menciones en certámenes literarios; entre ellos por el relato “El jueves del sillón”, primer premio del Concurso Leopoldo Marechal en 2008, y por “La terraza”, segundo premio del Concurso de Cuentos Victoria Ocampo 2015. Algunos de sus relatos se tradujeron al inglés, alemán y serbio.
Entre sus libros de cuentos se encuentran “Nunca podemos descansar del todo” (Milena Caserola, 2025), “Sueños como cuchillos” (Milena Caserola, 2022), “El pasado sabe esperar” (Alción Editora, 2018) y “Todas las persianas bajas, menos una” (Ediciones Al Margen, 2007).
Poesía, cine y actualidad.