Cecilia Alemano – Narrativa

Cecilia Alemano

Cecilia Alemano – Narrativa

Por Adrián Magrini

Breves comentarios biográficos

narrativa – Cecilia Alemano creció en Mar del Plata, donde se iba a dormir con los cuentos que inventaba su mamá y en cuya Biblioteca Municipal cursó su primer Club de Lectura Infantil. Ya a los ocho escribía en la máquina de su papá crónicas y parodias sobre la vida familiar. A los 18 años se radicó en Buenos Aires, donde se graduó en Ciencias de la Comunicación y fue mamá.

Cecila Alemano responde

Desde Espías Rusos, dialogamos con Cecilia Alemano y ella respondió dos preguntas puntuales: ¿Qué la motiva a escribir? y ¿Cuáles son sus máximos referentes? Con respecto a la primera, Alemano expresa lo siguiente: Descubrí que escribir es para mí algo más que una necesidad, algo menos que un deseo. Es un impulso vital. Una parte de mí termina de ser cuando escribo. Soy-en-la-escritura. Y esto desde muy chica. Puedo pasar tiempo sin escribir -no mucho- como puedo pasar un tiempo sin ir al mar con el que crecí, pero ambos me constituyen, y cuando me aproximo a sus orillas, algo, clic, se acomoda.

Por otro lado, en relación con la segunda, responde: Elsa Bornemann, quien no me subestimó como lectora siendo niña, y me acercó construcciones sintácticas complejas y mundos no “infantilizados”.  Julio Cortázar porque a mis 12, en Historias de Cronopios y de Famas, me mostró que el lenguaje también sirve para abordar con agudeza y humor la vida. Katherine Mansfiield, porque escribe historias de una profunda complejidad, sabiduría e inteligencia que se leen actuales aunque tengan un siglo. Liliana Heker, porque me mostró los resortes y engranajes de la escritura; porque me legó una comprensión y un profundo amor por un oficio que quiero ejercer hasta el último día.

El cuento seleccionado pertenece al libro Un mundo hermoso

Cuento: Suecia

Me transpiran las sienes, el escote, acá arribita de los labios, agh. Abro más la ventanilla del colectivo: el aire está caliente. Seguro se me está corriendo el maquillaje. Para qué me arreglé tanto, no lo sé. Supongo que el triunfo de la ex es que le digan qué bien que estás. En la bolsa de cartón llevo los regalos. En la otra puse el casco que a Mati le va chico para dárelo a su hermanito, los tuppers de mi ex suegra, las paltas que me encargó Gustavo. Llevo también ibuprofenos. Siento que esta noche puede terminar en una de mis migrañas. Ya es la parada. ¿Suena el timbre éste? Ah, no, es con luz. Bajo. 

Alemano responde

Las tres cuadras hasta la casa me parecen infinitas. Cuando era mi casa disfrutaba del recorrido. A esta hora, cuando el sol bajaba, la señora de la panadería salía a tomar mate con los vecinos. Hoy no hay nadie. Sigo transpirando. Mi analista me lo dijo: no hace falta que vayas al cumpleaños de Gael. Y yo le dije que sí, que era verdad. Falta no hace. ¿Entonces? Me dijo ella. Entonces no sé, le dije yo. Puede que me parezca sueca la idea. Puso esa cara suya de no entender. Suecia: gente civilizada, le dije yo, moviendo mucho las manos. Pero, ¿vos pensaste que vas a volver a esa casa?, dijo ella. No mucho, dije. 

Y acá estoy, volviendo. 

Narrativa Alemano

En la puerta veo a Gustavo en su auto nuevo. Estoy por tocarle el vidrio, pero él me ve antes. Se nota que se alegra. Estos raptos solemos disimularlos, éste se le escapó. Baja, nos saludamos con un beso. Le pregunto si Gael entiende que es su cumpleaños. Después de todo son sólo tres años. Algo, dice él. Le digo que traje las paltas. Él abre la puerta, decorada con dos globos y un cartel de Rayo McQueen. Bienvenida, me dice. Camino por el patio de adelante como si fuera –todavía- mi casa. Nunca entendí la 

necesidad de él de quedársela cuando nos separamos. A mí me parecía una trampa húmeda y oscura. Le vendí mi mitad y me fui con Mati a un departamento lleno de sol. Atravieso el patio de adelante. Abro la segunda puerta. Rocío viene a mi encuentro. Lleva a Gael en brazos. Feliz cumple, le digo. Gracias, dice ella. Pregunto por mi hijo. Está jugando en la terraza, me contesta. 

Narrativa argentina

Dejo la cartera y las bolsas. Miro las paredes pintadas de violeta. Quién puede pintar un living de violeta. Entro al baño a lavarme las manos. Lo pusieron a nuevo. Llevo las paltas a la cocina. ¿Cómo es que de pronto las estoy abriendo por la mitad, picando cebolla, pidiendo limón y ajo? 

–¿El guacamole te lo mandó a hacer Gustavo? – dice Rocío. 

–Estás loca. Lo único que faltaba es que a esta altura mi ex me dé órdenes. 

Encima no se entiende lo de sueca y copada. Pongo el guacamole en la heladera. Rocío prepara una bandeja con platos y vasos. Tiene el pelo atado en un rodete apurado. Ay, esas Crocs. Y está tan flaca. Hace poco, cuando lo traje a Mati, noté lo mismo. Era un domingo de un sol espléndido, pero ella no se había enterado, metida en una bata azul, y las Crocs. Yo ni en los peores momentos me dejé estar así. Me pesca mirándola. Mejor voy para la terraza. 

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Mati me ve enseguida. No se sorprende de que esté acá. Ni hola me dice cuando viene a mostrarme su nuevo juguete, una pistola de agua de muchos colores. Yo le decía a mi analista: es como si estuviera siempre en conversación conmigo. Lo que para mí es un corte – despedirlo, por ejemplo, para que venga a un día antes al cumpleaños de su hermanito- para él no es más que una leve interrupción en esa charla que vamos teniendo. El Popi sí me hace la gran fiesta. Se pone panza arriba, deja que lo acaricie, 

entrecierra los ojos. Aunque hayan pasado casi cinco años, y tenga canas y su hocico ya esté gris, me hace caso cuando le digo sentado. ¿Alguien estará notando que todavía es mi perro? Miro: nadie nos presta atención. Enseguida reparo en un amigo de mi ex. La última vez que lo vi se había puesto a salir con una prima. ¿Es esa que está ahí? Sí. Apenas la reconozco, con el pelo corto y dos nenes colgando. Uno llora. Hola, le hago con la mano. Ella titubea: ho-ho-hola, como si acabara de ver un aparecido. 

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Hay una mesa con gaseosas, papitas, chicitos. Por encima cuelga una guirnalda de Cars. Gustavo trae unas latas de cerveza. Me lo quedo mirando y es como si de repente pudiera verme hace años, parada ahí mismo. Estaba embarazada de cuatro meses y habíamos venido con los de la inmobiliaria a ver la casa. Era oscura. La dueña -una viuda que vivía con su hija, también viuda- nos explicaba que la media sombra en la ventana era para que no le diera el reflejo del sol en el televisor. Las paredes estaban recubiertas con machimbre, los techos originales, tapados con durlock, las banderolas de las puertas, pintadas con un esmalte color crema. A los pocos minutos sentí que me ahogaba y subí a tomar aire. ¡Ah, pero el entusiasmo de Gustavo! Mirá esta parrilla, me decía, acá podemos poner una pelopincho, de acá a acá -me señalaba puntos en una pared imaginaria- una hamaca paraguaya. ¡Como vos siempre quisiste! Decía. Y yo no me animaba a romperle la ilusión. 

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Mi ex suegra me hace señas para que me una a ellos. Está sentada alrededor de una mesita con los padres de Rocío. ¡Tengo tus tuppers!, le digo. Hace poco me los mandó llenos de milanesas para Mati. Es muy recelosa de sus tuppers. Me siento con ellos, miro la fiesta. Mamá Titi, dice Gael y me señala. Eso significa “Mamá de Mati”: ya me reconoce. Y, hay que decirlo: me adora. Atrás viene mi hijo con un pancho en la mano. 

–Mami, ¿querés? 

Me río. 

–No le cuento a nadie – insiste. 

–¡Sabés que no como carne, Mati! 

–Bueno, tenémelo que tengo que ir al baño. 

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Ahí viene la vecina. Qué loco verte acá, dice. Y se da media vuelta. Ella sabía de nuestros problemas. Decía que no, pero no había forma de que no escuchara los gritos. ¿Qué iba a decir? ¿Sí, los oí, par de locos, no me dejaron dormir? Yo quería pedirle disculpas, decirle algo, pero Gustavo insistía en que ella no se enteraba de nada. Creo que eso pensábamos: que nadie se daba cuenta. Que nadie notaba mis ojos hinchados de llorar ni mi voz disfónica de gritar, la tensión entre nosotros en las reuniones, la cara de desencajado de él hasta que empezaba a tomar. Nadie veía, nadie oía. Íntimamente nos convencíamos de que nos salía bien el engaño. 

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Ya oscureció. Voy a buscar agua para tomar el ibuprofeno porque sí, siento cómo me sube la tensión desde el pie izquierdo y ya sé cómo termina esto. El lado femenino, me dijeron una vez. La maternidad, dificultades para recibir. El cuarto de arriba ahora es amarillo y tiene puerta nueva. Entro, abro la canilla de la kitchenette, me sirvo un vaso de agua. De pronto me parece sentir el chiflete que entraba por esas ventanas las semanas que nos instalamos acá, mientras abajo terminaban la obra; la sensación de que el polvo se me metía hasta dentro de la bombacha. Lo único que quería era armar el cuarto del bebé. “Diez días más”, decía Gustavo. Trataba de “ponerle onda”, como me pedía él., pero la mayor parte del tiempo sentía un acelere, un desajuste entre lo que mi cuerpo necesitaba -hacer nido- y todo lo que me rodeaba. Hubo una noche que tuve algo que tal vez fue un ataque de pánico, y los del SAME subieron y no sé qué les dije, ni qué me dieron. Sólo recuerdo el ladrido de un perro del 

barrio que era casi un aullido. Eso y que la luz del techo -esta misma- estaba prendida, como le gustaba a él, y a mí me hacía mal, entonces apretaba fuerte los ojos para no ver. 

Un cuento

Salgo. La veo a Rocío con una fuente rectangular. Se soltó el pelo, se puso un vestido y unos aros grandes y dorados. Parece otra. Ahora levanta la vista. Me ve. Se acerca. “Es turrón de avena y chocolate” dice. Agarro un pedazo. Le digo qué linda noche, qué rico todo, le pregunto cómo está. 

–¡Bien! – dice, le brillan los ojos. ¿Es la misma de hace un rato? – Dos años ya, es verdad que crecen rápido. 

–¡Decímelo a mí! – digo, con tono ocurrente. 

–No te estarás por ir, ¿no? Ya vamos a soplar las velitas. 

Ahora, parados junto a la torta, mi hijo le enseña a su hermanito cómo soplar. Le recuerda que tiene que pedir deseos. Deseos son cosas que querés, le dice. Hasta tres podés pedir. Gustavo se acomoda a un costado, Rocío al otro. Los aros le brillan a la luz de las velas. Aplauden, le dan un beso al cumpleañero. Alguien les saca fotos con flash. Tan espléndida la imagen familiar. 

Y yo qué pensaba que iba a pasar acá. 

–Hijo, mamá se va yendo. 

–¡Chau, ma! –dice Mati y sigue jugando con sus amiguitos. 

conclusiones

Me despido con un brazo en alto. Dos o tres que no están comiendo torta me devuelven el saludo. Gustavo me acompaña. ¿Somos los mismos que entraron por esta puerta con un recién nacido en brazos? Ahora yo estoy en la vereda, él adentro con la puerta entornada. 

–Ah, gracias por el guacamole, dice. 

–No es nada. 

–¿Salió rico? 

–Creo que sí – digo yo. 

Finjo buscar algo en la cartera. No quiero que note que se me humedecieron los ojos. Le hago chau con la mano, me alejo. Busco la luna, pero no la encuentro.

Para conocer más sobre la autora:

Poesía, cine y actualidad.

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